Los pies golpean el suelo
donde caen quimeras abatidas
por la fuerza del remolino atroz
que maldijo todas las salidas.
Se arrastra la inocencia pura,
que ni tan grande ni tan blanca
buscó pintar de ocre
el gris cielo a la mañana.
La crisálida rompe su envoltura
para volver a ser oruga
que va ajando su piel muerta,
escupiendo sangre seca.
El suelo no es más firme que el cielo
todo sigue igual de irreal,
solo hay más fieras al acecho
que ya no dejarán escapar.
Porque el insecto ya no puede
intentar cambiar de piel.
Sabe que caerá y cuánto duele.
Se hunde mirando arriba, para no volver.